viernes, 20 de enero de 2012

Escenas bibliotecarias

Esta vez en lugar de regalarles un cuento del Finde.. les regalo una linda escena en una biblioteca. Disfruten, vale la pena las actuaciones de sus actores.

domingo, 8 de enero de 2012

Curiosidades con los libros


Los libros pop-up son aquellos que al abrirlos despliegan figuras dinámicas y multidimensionales, se trata de mecanismos que hacen que la figura se levante de la página y pueda ser observada desde diferentes perspectivas. Esto se logra a través de diferentes técnicas y sus creadores están considerados verdaderos ingenieros o arquitectos del papel.  El producto suele ser una fuente inagotable de placer visual, artístico y lúdico dado que suelen ser tantos los detalles que en cada apertura es posible descubrir algo nuevo.
A lo largo de la historia, los libros con piezas móviles fueron empleados para documentar y enseñar conceptos complejos de la ciencia y la medicina o mecanismo complejos. Actualmente es común verlos entre los libros para niños (y no tanto) debido a que, sin lugar a dudas, resultan llamativos. Pero además escapan al concepto y formato clásico de libro ya que sus figuras tridimensionales los vuelven lúdicos e interactivos.
Entre los grandes ingenieros de papel contemporáneos se encuentran David Carter yRobert Sabuda. Aunque no es conocido por este tipo de libros, Benjamin Lacombe es el autor de Cuentos sileciosos, un libro en diálogo con cuentos de la tradición oral y clásicos de la literatura infantil.
Probablemente, la gran cuestión en estos libros es analizar si el recurso está bien empleado. Es decir, el mejor libro pop-up no es  aquel que tiene más imágenes desplegables o el que tiene las figuras más llamativas (como sucede con algunos libros estilo Disney) sino aquellos en los que las figuras pop-up interactúan con el texto y lo resignifican. Un papel brillante o una textura en particular no deberían estar deliberadamente sino para generar un aporte, ya sea  a la lectura, a la observación o al conocimiento artístico.
Esto sucede, por ejemplo, en dos libros de Robert SabudaPeter Pan y Alicia en el país de las maravillas, ambos publicados en inglés por Little Simon y en español por Kókinos.  En el primero, se emplea papel metalizado para la cola de las sirenas, un verdadero cordón blanco en el que Wendy tendió las medias recién lavadas, transparencias para reproducir vidrios que nos permiten ver quién está dentro de la casa y qué está haciendo (nada más ni menos que leyendo), otro tipo de transparencia para que Campanita pueda volar y brazos enlazados para que el señor y la señora Darling abracen a sus hijos, son solo algunos ejemplos.
Por su parte, en Alicia en el país de las maravillas se emplea una textura afelpada en los animales con pelo, al abrir y cerrar unas páginas es posible observar cómo se alarga el cuello de Alicia o cómo la cara del bebé se convierte en cara de cerdito. Indudablemente la imagen estrella es la de Alicia en el centro de la página y suspendido en el aire, literalmente, el juego de naipes. No obstante, el lugar donde mejor parece estar explotado el recurso pop-up es cuando el lector puede desplegar una especie de túnel-acordeón y ver cómo la protagonista va cayendo por la madriguera.
Libros para abrir y cerrar infinitamente. Libros para observar hasta el cansancio. ¿Libros para niños?

viernes, 6 de enero de 2012

POR QUÉ EL CIELO ES AZUL


 Pablo Ramos


+ –Es así –me dice de espaldas, con la cabeza metida en la pileta de la cocina, mientras termina de enjuagarse el pelo–, ni te das cuenta de que el tiempo pasa.
Se hace un turbante con la toalla, se da vuelta, toma el mate de arriba de la mesada y chupa de la bombilla hasta que el ruido le avisa que debe volver a cebar. Ceba otro, me lo da y soy cuidadoso de no tocarle la mano, de no romper el hechizo sin el cual, tal vez, no habría llegado nunca hasta su casa.
–Qué vergüenza, agarrarme justo cuando me lavaba el pelo –me dice–. Con la que me veo a veces es con la santiagueña. ¿Te acordás de la santiagueña? Andaba con el Turco. ¿Qué se habrá hecho del Turco?
Se sienta. Supongo que mientras habla de cosas sin importancia trata de encontrar al pibe que debo haber sido hace más de quince años. Seguro piensa que algo debe quedar: una señal, un resto de luz oculto en alguna parte. O puede simplemente que esté tratando de acomodarse, de amortiguar el impacto de mi visita. Yo estoy sentado y sigo sin saber cómo llegué hasta acá. Cómo fue que esta tarde me subí al tren, recorrí las cuadras desde la estación hasta su casa con un paquete de facturas, golpeé la puerta –después de tantos años– y le dije que venía a tomar unos mates.
Tiene un vestido floreado y suelto, humedecido en el escote, con botones en el frente y completamente abrochado. Está nerviosa. Sentada en la otra punta de la mesa no ha parado un instante de hablar, y ahora se inclina hacia adelante y busca una factura en el paquete abierto. Puedo ver la forma de sus pechos porque la luz que entra por la ventana le vuelve trasparente el vestido. Pienso que pudo haber sido mi madre, que en una época deseé que fuera mi madre y hasta se lo dije.
–Madre Teresa –digo. Pero ella no escucha, o hace que no escucha.
–Mirá que seguís siendo loco, eh –dice.
Después me pregunta qué bicho me picó, por dónde anduve. Querrá saber qué fue de la vida de un chico de catorce años que pensaba que una puta era una especie de diosa del Olimpo.
–El tiempo vuela –dice–. Querías ser músico y doctor. No tenés cara de ninguna de las dos cosas. Querías ser chulo también. Cómo me hacías reír, ¿te acordás? Tenías cada salida.
–Me casé. Me separé –digo–. Tengo un hijo que se llama Alejandro.
Ahora me pasa la pava para que yo cebe. Vuelco un poco de yerba sobre un costado del papel de las facturas y acomodo la bombilla. En silencio, la miro frotarse la cabeza con la toalla. Sacudir el pelo rubio para los dos lados, peinarse con la mano abriendo los dedos para formar una peineta. Teresa hace estas cosas con una energía desmedida, como si los movimientos bruscos la ayudaran a pensar mejor, a concebir la pregunta que contenga todos los interrogantes que le deben estar pasando por la mente. Se detiene. Suspira con un dejo de cansancio y se para.
–Estarás necesitando mujer –dice. Yo pienso que debería irme. No sé a qué vine pero seguro que no a humillarme, ni a humillarla a ella. De golpe me siento asustado, me siento triste.
–Me voy al sur; a laburarla de verdad, sabés –digo.
Teresa recorta el pedazo de papel donde el poquito de yerba húmeda hizo una aureola verde, envuelve la yerba, va hasta el cesto de basura que está cerca de la pileta y la tira. No sé si me cree. Tal vez sé que no me cree.
–Contame algo del pibe, che. ¿Alejandro dijiste que se llama? Contame, ¿se parece a vos?
–Es igual a la madre –digo, y el silencio de ella debe tener que ver con el tono suave de mi voz, con las palabras comunes y corrientes que acabo de pronunciar. Tal vez ya se dio cuenta de que siento desprecio por mí, por mi manera mezquina de pensar, de relacionarme con el mundo; porque soy incapaz de confiar, de no sentir que el otro oculta siempre intenciones secretas que no se atreve a sacar a la luz.
–Vos eras hermoso, sabés –dice Teresa–, me refiero a lo que eras, a la persona que eras, a las cosas que decías.
Se acerca por detrás, me rodea el cuello con los brazos y me pasa las manos por el pecho. Se apoya contra mi espalda, me tira el cuerpo encima. Me quedo sentado. La siento alejarse y giro sobre la silla. Está desabrochándose el vestido. No rápidamente, tampoco con una lentitud que deje espacio a alguna duda. Está por desprender el último botón y yo temo que ese solo acto logre entristecer el mundo para siempre. No digo nada y ella debe interpretar mal ese silencio. Se lleva las manos a la cintura y, abriéndose el vestido, me deja ver sus pechos desnudos, una bombacha ajustada y negra, sus piernas todavía hermosas. Ahí está Teresa y ahí se queda ahora, parada cerca de mí, ofreciéndose, un fantasma en la penumbra.
–Teresa –digo.
No quiero mirar su cuerpo y busco sus ojos cuando el sol, desde atrás del paredón del baldío de enfrente, colorea la cocina de un naranja irreal, ilumina su pelo húmedo que huele a champú de manzanas, su cara de polaca, de judía, una mueca feroz bajo los delicados rasgos de su nariz. Yo sigo inmóvil, con los brazos caídos a los costados. Ella desvía definitivamente la mirada.
–¿Te acordás del disco que me regalaste? –se ha dado vuelta; se está cerrando el vestido–. ¿Te acordás o no? –dice de espaldas–. Todavía lo tengo, en un sobre. Fue cuando empezaste con el inglés. Estabas meta traducir canciones. A veces quiero acordarme. Es como tener una espina, esto de no poder acordarse.
Se mete en la pieza y –lo sé– está juntando fuerzas para poder mirarme a la cara cuando vuelva. No puedo dejar de reconocer su oficio en eso. Ahora sale, con un sobre, con el disco simple adentro, la mirada clavada en el aire.
–Hablaba de alguien que lloraba por una tontería –dice–, me acuerdo de eso: un tipo que lloraba por una gran tontería.
–Porque el cielo es azul me hace llorar –digo.
–Eso, sí, ¿qué alivio es acordarse, no? Porque el cielo es azul, me hace llorar –dice Teresa–. Qué tipo más raro. Qué tontería más grande.


El cuento por su autor

- Historia de este cuento:
El cuento se me ocurrió hace mucho tiempo, tal vez cuando yo tenía 21 años, más o menos, y ni soñaba con ser escritor (sí soñaba con cuentos que escribía en mi cabeza y listo). En aquel tiempo había sido padre y trabajaba más de quince horas por día. Me salvaba escuchar música. Estaba obsesionado con este tema de Los Beatles, había transcripto la partitura y además. Estaba maravillado, también, con esa manera de expresar la angustia leve, la tristeza casi imperceptible pero tan mía (pensaba yo en aquellos tiempos) que me producía la belleza: la conciencia de la belleza, es lo que quiero decir.
Pero no se me ocurrió el cuento como cuento, se me ocurrió como situación. Qué bueno sería si alguien, luego de un malentendido doloroso, saliera del paso por la tangente, y que esa tangente fuera hablar de “Because“ de Los Beatles. Pensé que el final de mi historia sería: “Qué tontería esa, que tontería más grande”. Algo así, y el cuento tenía que ser genial. ¿Por qué? Porque iba a impactar exactamente al revés en el lector. El lector iba a sentir: “No, te equivocaste hermano, no hay cosa en el mundo más importante que esa, qué lejos que está todo esto de ser una tontería”.
Mucho tiempo después lo escribí. Pero cometí un error de principiante distraído, un error que nunca saltó en el taller, porque no era de principiante-principiante, sino que era de Ramos principiante de Ramos. O sea, cuando aún no tenía claro lo que busco en una historia. Y escribí el cuento y le puse ese final… pero la frase la decía él. ¡Qué estúpido! El, que sabía inglés; él, que sabía lo que eso era y que había ido ahí a perturbar a alguien casi porque sí, alguien a priori más humilde, más vulnerable. El día que me di cuenta de que Ella era quien tenía que decir eso, llamé por teléfono a Inés Gardland y salté de acá para allá en una pata. Era ESO, lo que yo buscaba, lo que iba a buscar de ahí en más, todos los días de mi vida: más de eso, más de lo mismo.
Parece una tontería ¿no?
Fuente: Página 12