domingo, 17 de agosto de 2008

SAN MARTÍN

SUS GRANDES RENUNCIAMIENTOS - Horacio José Timpanaro (1928-1990)

Fuente bibliográfica:
Instituto Nacional Sanmartiniano


La vida de José de San Martín estuvo jalonada por una sucesión de renunciamientos. Renunció a la gloria que los pueblos otorgan a los guerreros victoriosos; al poder que aspiran los hombres públicos y a la riqueza que buscan alcanzar los hombres comunes.

AL EJÉRCITO ESPAÑOL

San Martín cumplió en España una destacada carrera militar. Fue admitido de cadete en el Regimiento de Infantería Murcia “El Leal” en 1789, cuando apenas contaba doce años. En 1793 obtuvo su primer ascenso al grado de segundo subteniente y, nueve meses más tarde, fue designado primer subteniente. Alcanzó la segunda tenencia en 1795 y, a fines de 1802, fue ascendido como segundo ayudante del Batallón Voluntarios de Campo Mayor “El Incansable”. En noviembre de 1804 fue promovido a capitán segundo y cuatro años después obtuvo el grado de teniente coronel de caballería: tenía entonces treinta años de edad. En 1811, después de 22 años de distinguidos servicios en el ejército español, renunció a continuar su brillante carrera no obstante ser americano, y solicitó su retiro para sumergirse en la apasionante perspectiva de la revolución americana. Se marchó pidiendo, solamente, el uso del uniforme de retirado y el fuero militar, este oficial antiguo y de tan buena opinión como ha acreditado principalmente en la presente guerra (de la independencia española), pues ha servido bien los 22 años que dice y tiene méritos particulares de guerra que le dan crédito y la mejor opinión. Así, con el citado reconocimiento de sus superiores, sin uso de las franquicias que otorgaba el montepío militar, dejó España, a la que no volverá a ver.

A LA VIDA FAMILIAR

Al abandonar la península también renunció a permanecer cerca de su madre, ya anciana y de su hermana María Elena. El destino lo llama desde lejos y allá va, a América, a cumplir con su misión. Años más tarde, al iniciar la campaña de los Andes en 1817, debió separarse de su joven esposa y de su pequeña infanta mendocina, quienes dejaron las acogedoras tierras Cuyanas cuando él se internó en los pasos cordilleranos para llevar la libertad a Chile. Renunció a permanecer cerca de su familia, a gozar de los momentos gratos con sus seres queridos y, por último, a atender a su esposa durante su fatal enfermedad.

AL PODER POLÍTICO

Luis de Servi.
La visión de San Martín. Óleo

“Prometo a nombre de la independencia de mi patria, no admitir jamás mayor graduación que la que tengo, ni obtener empleo público y, el militar que poseo, renunciarlo en el momento en que los americanos no tengan enemigos.” Estas palabras fueron dichas en 1816, mientras preparaba el Ejército de los Andes. Por eso, el 26 de febrero de 1817, rechazó el grado de brigadier que le otorgó el Gobierno de las Provincias Unidas después del triunfo de Chacabuco y tampoco aceptó el mismo grado concedido por el Gobierno de Chile, a quien contesta: “este superior Gobierno ha querido recompensar mis cortos servicios por la libertad del país con el empleo de brigadier. Sin embargo, para que esta resistencia no se interprete a desaire, me honraría el grado de coronel.” En conocimiento de que el Congreso y el Director Supremo de las Provincias Unidas, de las que emanaba su autoridad, fueron disueltos después de la batalla de Cepeda -en la que Rondeau fue vencido por los caudillos del litoral- San Martín creyó que era su deber manifestar esta situación al cuerpo de oficiales del Ejército de los Andes, para que por sí nombren al jefe que debía mandarlos. ¿Pueden considerarse como un renunciamiento los acontecimientos de Rancagua, de abril de 1820? Si nos atenemos al texto de la nota de San Martín a Las Heras, del 26 de marzo, el Libertador dejó librado a los oficiales del ejército la elección del nuevo jefe. Esa oficialidad manifiesta, en el Acta del 2 de abril, que consideraba nulo el fundamento y las razones que se esgrimían, “pues la autoridad del general (San Martín), que la recibió para hacer la guerra, no ha caducado ni puede caducar porque su origen, que es la salud del pueblo, es inmutable.” San Martín estaba convencido que la pasión del mando es, en general, lo que con más empeño domina al hombre. (Bruselas, 2 de junio de 1827). Podemos decir con Mitre que San Martín “mandó, no por ambición, sino por necesidad y por deber, y mientras consideró que el poder era en sus manos un instrumento útil para la tarea que el destino le había impuesto”. Abdicó al mando supremo en el Perú y transfirió el poder al Congreso General Constituyente por él convocado, puesto que “la presencia de un militar afortunado (por más desprendimiento que tenga) es temible a los Estados que de nuevo se constituyen” (Pueblo Libre, 20 de setiembre de 1822). Con este gesto de sublime renunciamiento, San Martín se despojó voluntariamente del mando y entregó al pueblo el ejercicio total de la soberanía y, sellando la actitud consciente de su misión, dijo: “si algún servicio tiene que agradecerme la América, es la de mi retirada de Lima.” Por grandes que fueran sus renunciamientos al poder, es mayor su dejación en Guayaquil y su posterior retirada del Perú. Es de espíritus superiores renunciar a sí mismo y dejar que otro continúe la labor libertaria: “tiempo ha que no pertenezco a mi mismo, sino a la causa del continente americano” (Lima, 19 de enero de 1822). El 17 de julio de 1839, Juan Manuel de Rosas, gobernador de Buenos Aires y encargado de las relaciones exteriores de la Confederación Argentina, nombró a San Martín ministro plenipotenciario ante el Gobierno de la República del Perú, deseando dar al gobierno de esa república una prueba inequívoca de los ardientes votos que animan a la Confederación de estrechar relaciones de confraternidad sincera, bajo bases honrosas y de justa reciprocidad. Sin embargo, el 30 de octubre de ese año, el Libertador, desde Grand Bourg, renuncia al ofrecimiento y contesta: “si sólo mirase mi interés personal, nada podría lisonjearme tanto como el honroso cargo a que se me destina. El clima es el que más podía convenir para su salud; volvería a un país cuyos habitantes le dieron pruebas de afecto desinteresado y su presencia podía facilitar el cobro de los atrasos de su pensión, ya señalada por el Congreso peruano.

Pero faltaría a su deber si no manifestara que enrolado en la carrera militar desde los doce años, ni mi educación e instrucción las creo propias para desempeñar con acierto un encargo de cuyo buen éxito bien puede depender la paz. No obstante si una buena voluntad, un vivo deseo de acierto y una lealtad, la más pura, fuesen sólo necesarias para el desempeño de tan honrosa misión, es todo lo que podría ofrecer para servir a la República.

A LOS BIENES MATERIALES

¿A qué riquezas puede aspirar un estoico, como el hombre que dijo a los habitantes de Lima: “los soldados no conocen el lujo, sino la gloria”? San Martín renunció a ocupar la casa que le tenía preparada el Cabildo de Mendoza cuando por primera vez llegó a esa ciudad para desempeñar el cargo de Gobernador-Intendente; al mismo Cuerpo municipal no le aceptó que le abone la diferencia de sueldo que voluntariamente dejaba de percibir, no obstante las necesidades que tenía. En tiempo de dificultades, el prócer vivía con la mitad del sueldo asignado.

A VIVIR EN SU PATRIA

Tampoco quiso aceptar los 10.000 pesos oro que el Cabildo de Santiago le obsequió después de Chacabuco, suma que destinó para la creación de la Biblioteca Nacional de Chile. Rechazó el sueldo que tenía señalado como general en jefe del Ejército de Chile y devolvió una vajilla de plata que le habían obsequiado. Terminada la campaña emancipadora, vivió durante breve tiempo en Mendoza dedicado a labores campestres en su chacra. Retenido en Cuyo, sufrió con dolor no estar junto al lecho de muerte de su esposa. Llegó a Buenos Aires después de la muerte de Remedios: tomó a su pequeña hija y se embarcó para Europa. Cuando, en 1829, quiso regresar al país, no desembarcó en el puerto de Buenos Aires. Desde la rada siguió viaje a Montevideo y nuevamente a Europa, para no volver con vida a su patria. Regresaron sus restos, treinta años después de su muerte, cuando las pasiones tumultuosas habían acallado.

El Libertador nunca olvidó su tierra natal: en el último testamento expresó el deseo de que su corazón fuese depositado en Buenos Aires.

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